No volvió a sentir esa misma sensación de la última vez.
Después de tanto tiempo, aquel santuario de vida-muerte no ejercía poder alguno sobre él.
Cerró sus párpados agotados y esnifó aquel olor. Le recorrió una sensación de placer, “Ya estoy aquí” Dijo con un tono melodioso.
Su voz, terciopelo manchado de sangre, así era. Grave, honda, inteligente y astuta.
Alzó la mirada hacia el cielo y, cruzando los ventanales, observó con mirada casi lasciva a la luna dorada. Sí, aquella era la noche perfecta.
Como un niño en una juguetería, avanzó paso a paso extasiado hacia el centro del invernadero. Cada pisada de sus robustas botas hacía crujir (y estremecer) las ramas y hojas que dormían eternamente sobre el suelo.
Volvió a olfatear mientras devoraba el pasillo de selva con la mirada. Se estaba acercando, lo intuía, lo olía. Hedor dulce de muerte. Su sangre vibraba a la par que su cerebro recibía esas señales olfativas.
Igual que carracas, hacía chocar sus dientes entre sí como señal de excitación. Su situación de trance era evidente.
Giró una esquina donde había un bonsai de baobab (vaya ironía). Allí encontró su manjar: languidecía sigilosamente aquella poli que casi acaba con su vida (herida de bala en costado izquierdo).
Bien, sabía que tantos homicidios deberían tener consecuencia pero él no estaba dispuesto a recibirla.
La chica, moribunda, estaba recostada sobre un banco de mármol frío y mohoso. La miró y se quedó prendado: aquellos ojos que reflejaban terror eran no menos que excitantes. Se acercó y echó su aliento en su cara. A ella le recorrió una sensación más que desagradable, la arcada que le siguió fue casi incontenible.
Él olió su cabello dorado, su cara húmeda de pánico y sudor. La observó y posó su mano en la cadera. Un gemido agónico salió de su boca amordazada y le recorrió un escalofrío. Se temió lo peor y empezó a asumirlo dolorosamente.
¿Él compasión?Ninguna mas hoy sólo tenía sed de rojo y noche. Acarició con su grueso dedo el cuello de la agente y, con una filada uña, clavó el meñique justamente en la débil yugular.
Al retirarlo, una dulce fuente oscura comenzó a manar de forma intermitente. Como un bebé busca el pecho de su madre, se acercó a aquel caño divino y absorbió toda la vida que ella dejaba atrás sin remedio.